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martes, 13 de diciembre de 2011

Sumisión


Del libro de la Imitación de Cristo        

 (Libro 2, 2-3)                                    Sobre la humildad y la paz 

Humilde sumisión

No te preocupes demasiado por saber quien está por ti o contra ti; busca más bien que Dios esté contigo en todo lo que haces.

Ten la conciencia tranquila y Dios te defenderá, con toda seguridad. Ninguna maldad podrá dañar a quien Dios ayuda.
Si sabes callar y sufrir, sin duda recibirás la ayuda del Señor.

Él sabe cuándo y cómo ha de librarte, y por eso tú debes someterte a Él.
Es propio de Dios ayudar y librar de toda confusión y angustia.

A veces es muy provechoso, para conservar la humildad, que otros conozcan y reprendan nuestros defectos.
Cuando el hombre se humilla por sus defectos, fácilmente apacigua a otros y sin dificultad tranquiliza a los que están enojados contra él.

Dios protege y salva al humilde, lo ama y lo consuela; se inclina hacia el hombre humilde, le concede su gracia y, después de su humillación, lo eleva a la gloria.
Dios revela sus secretos al humilde y lo invita y atrae bondadosamente hacia sí.
El humilde, aun después de recibir una injuria, mantiene la tranquilidad, porque su confianza está en Dios y no en los hombres.
No pienses que has adelantado algo si no te estimas inferior a todos.

Hombre bueno y pacífico
Tú, primero, vive en paz y después podrás pacificar a los demás.
Es más útil un hombre que trabaja por conseguir la paz que uno muy letrado.
El hombre que se deja dominar por sus pasiones hasta el bien lo convierte en mal  y ve el mal en todo.

El hombre bueno y pacífico convierte todas las cosas en bien.
El que está en paz no piensa mal de nadie. En cambio, el disgustado e inquieto es atormentado por muchas sospechas; ni descansa él ni deja descansar a los demás.
Muchas veces dice lo que no debería decir y deja de hacer lo que convendría hacer.
Se fija en lo que deben hacer los demás y descuida el cumplimiento de sus propias obligaciones.

En primer lugar preocúpate en ser celoso para cumplir tus obligaciones y sólo después, con justicia, podrás ocuparte de exigir a los demás.
Tú sabes muy bien excusar y disimular tus faltas, pero no quieres oír ni admitir las disculpas de los demás.
Sería más justo que te acusaras a ti mismo y excusaras a tu hermano.
Si quieres que los demás te soporten, sopórtalos tú primero.