Pensar en el juicio de Dios para no envanecernos del bien
(Libro 3, 14)
Tus juicios, Señor, me aterran como si fueran truenos;
estremecen de temor y temblor todos mis huesos y mi alma se llena de pavor.
Estoy asombrado y considero que ni siquiera los cielos deben ser puros en Tu presencia.
Si hallaste maldad en los ángeles y no los perdonaste, qué será de mí?
Cayeron las estrellas del cielo y yo, que soy polvo, ¿qué presumo?
Aquellos, cuyas obras parecían dignas de alabanza,
desaparecieron en el abismo,
y otros, que comían el pan de los ángeles,
los vi deleitarse con las bellotas que tragan los cerdos.
En verdad, Señor, no hay ninguna santidad, si apartas Tu Mano.
De nada servirá la sabiduría, si Tú no la gobiernas.
De nada aprovechará la fortaleza, si Tú no la sostienes.
No habrá castidad segura, si Tú no la proteges.
Todo control de sí mismo será inútil, si falta Tu Santa vigilancia.
Abandonados a nosotros mismos, nos sumergimos y perecemos;
ayudados, cobramos fuerzas y vivimos.
Somos por naturaleza inestables, pero, si Tú nos das una mano seremos firmes, y si nos entibiamos, Tú nos inflamarás.
¡Oh, cuán poco y bajamente debo juzgarme a mí mismo!
¡En qué pobre consideración debo tener lo bueno que tal vez haya hecho!
¡Oh, Señor! Cuán profundamente me debo anegar en el abismo de Tus juicios donde encuentro que no soy otra cosa que nada, y aun menos que nada.
Es cosa grande, que supera toda medida; es un océano insondable en el cual no hallo de mí otra cosa que una nada total.
¿Por qué entonces me enorgullezco tanto? ¿Por qué confío tanto en mi virtud?
Toda vanagloria debe anegarse en la profundidad de los juicios que Tú tienes acerca de mí.
¿Qué es todo hombre en Tu presencia? ¿Por ventura podrá el barro gloriarse contra el que lo trabaja? (cfr. Is. 45, 9)
¿Cómo puede engreírse con inútiles alabanzas
el corazón que está de verdad sujeto a Dios?
Ni el mundo entero hará ensoberbecer al hombre subyugado por la verdad;
ni moverá, por mucho que lo alaben, al que ha puesto toda su esperanza en Dios.
Porque, todos los que adulan, también son nada;
desaparecerán con el sonido de sus palabras,
pero la verdad del Señor permanece para siempre (Sal 116, 2)